martes, 15 de marzo de 2016

BUSCANDO EL AIRE

Recorrer ríos, con o sin caña, ya es una necesidad en cualquier época del año. 
Pasado el esfuerzo de la freza, no hay noticias de las truchas, pero desde febrero la crecida en las horas de luz empieza a notarse y las eclosiones empiezan a ser regulares, asi que la llamada del agua se hace irresistible.
Quiero saber si ha llegado ya el aire. Ese aire del revés que despierta la tierra dormida, que pone a cero el reloj del año e inicia la primavera.


Mientras el calentamiento global decide que aguas y fríos asignará a cada territorio, el clima acumula cada vez mayor número de años anormales. Este año, el invierno ha estado ausente y dormido, pero antes de irse, ha decidido hacer bueno el refrán y demostrar que no se lo come el lobo, besando de nieve las puertas del valle, como un regalo tardío.


 

Los días crecen y la luz ya no es la mortecina llama de diciembre. Esta luz cálida se come la nieve tan pronto llega, así que me subo a la montaña porque quiero ver los tramos de temporada rebosando agua, marcando en las orillas esa línea que descubro en el verano y que habla de ríos bravos y cauces rebosantes. 



Es un territorio amplio, donde pesco habitualmente cinco ríos, pero sólo tengo tiempo de visitar tres antes de que el invierno sople su último aliento. 
Comienzo por el más cálido, tiene un tamaño modesto pero a menudo aquí arranco temporada. Regala muchas truchas a lo largo del año que suben generosas a la seca desde el primer día. 

La nieve sobrevive en las orillas, así que el caudal es corto esperando el deshielo. Me siento a escuchar la rompiente sobre el silencio blanco. Hay kilómetros de posturas y todas me gustan, pero descanso la vista sobre un blando donde dobla esquina el agua. 
Esperando el momento del despegue, nacen sobre el agua pequeñas patinadoras. Subimagos en su primer ensayo que desfilan apetitosos y erguidos. Pero nadie las toca, bajo este sol que desnuda los fondos y reluce las piedras, las bocas hambrientas se achantan para no ser descubiertas.



Aún queda tarde larga y tiempo por delante para subir a mi rincón de verano. Es un río aún más pequeño, por eso quiero verle la cara ahora que el agua manda.

Con el pueblo a la espalda, la montaña esconde el río en un laberinto de viejos cuchillos. Rocas viejas que guardan manos pintadas con sangre y ceniza hace miles de años.


Los caminos aquí son tan viejos como el mundo. La roca acanalada marca el rail del tiempo, de millares de viajes y carros chillones de ida y vuelta. Tribus nómadas, astures orgullosos, cohortes romanas, arrieos y tratantes de ganado, todos marcaron su paso desgastando la roca. Culturas y religiones que parecían eternas, pero que se desgastaron antes que la roca, desapareciendo sin más rastro que un arañazo en el suelo.


Dejo el camino y bajo por la senda que usa el ganado para beber. El cauce baja hermoso, alto de agua, cristalino y trotón sobre las peñas. La fuerza del agua pone a raya la frontera de escobas que quiere comerse el cauce. El imperio del agua manda.

 
Busco más arriba el descanso del agua, allí donde serpentea entre los pastos. Lo conozco bien, es el rincón de verano donde se esconden las mayores truchas del tramo. En julio una tablina lenta y poco profunda entre espartinas, pero ahora un cauce rugiente, alto y frío que desgasta las orillas con su azote helado.
Con las vacas en el valle, los ciervos pastan las camperas. Una punta de hembras con sus varetos rompen el brezo ladera arriba, volviendo su gesto para desafiarme.


Mientras reviso el séquito de robles que acompaña el río, echo un taco de chorizo con queso de la tierra. Desde lejos, las yemas lucen un caoba suave hinchado de humedad. Libres al fin de las hojas muertas, quieren atrapar la luz abriendo sus alas al sol como pájaros enormes.


Al bajar la ladera saltan dos corzos. El macho se vuelve y se rinde a la curiosidad. Levanto la cámara y posa como gesto regio. Sus cuernas de terciopelo lucen como el armiño en su corona de príncipe.

 
Mi última cita es con el tercero de los ríos. 
Es el más lejano, el más caudaloso y el más ingrato. Es el indomable, el que humilla mi vanidad cada temporada. Muy tarde, sólo unos días antes del cierre, al fin se serena. Es entonces cuando mis secas soportan el abismo de los pozos y me deja acariciar sus truchas. 


El año pasado no fue hasta el último día de temporada, con aquel sereno que aún revolotea en mi mente.
Con el último girón de luz, las damas del río decidieron comer a mi alrededor como si los hombres y sus cosas nunca hubieran estado allí. Fue muy lejos del último puente, tanto, que volver monte a través se convirtió en un infierno que superó la medianoche. 
Fue el día en que la fortuna tocó mis dedos y quiso que escogiera la mosca precisa para el momento preciso. El río que me ha humillado tantas veces me subió a los cielos dando por bueno cada lance, uno tras otro, con truchas fuertes y provocadoramente hermosas.



Aquí la nieve ya no está en el valle, se la lleva el río en la garganta con su deshielo turquesa. 
En las orillas encuentro el aire que los brotes respiran. Es el aire del revés. 
La primavera está aquí y revuelve la chavalería. Lagartijas, ratones y mariposas juegan en la calle al calor del mediodía.




La corza vuelve del agua y al cruzar la senda su corcino queda bloqueado por mi paso. El joven luce los botones del despunte y su segunda primavera está a punto de desterrarle del cobijo de su madre. Me mira congelado, sin saber muy bien que debe hacer, hasta que se rinde dando mediavuelta y evaporándose en un espacio minúsculo.


Me despido del río deseando que este verano me deje visitarle en su día de fiesta. Colándome invisible, como el burro amarrado a la puerta del baile. 
Este rincón secreto mueve mis pies al son de tambores y alimenta el baile de mis manos sobre el torno, porque nada deseo más que danzar de nuevo en el centro del corro. Con ellas, las indomables princesas.