jueves, 31 de julio de 2014

FRUTOS DE VERANO


Es tiempo de cerezas silvestres y los cerezos bravos enrojecen con frutos agrios. Para los osos glotones es tiempo de engorde dejando plastas de titos en el sendero.



El invierno pasado exploramos la sierra sembrando de ríos la memoria del frío. Los frutos ya están maduros, porque ya no rugen de torrentera, ni golpean la montaña. Ahora huelen a verdor dormido, así que exploramos sus aguas de siesta, su cauce calmado, a la sombra de los alisos. Temblones y abedules esconden las aguas de cabecera. Es tiempo de abrir la puerta de sus secretos, caminando de puntillas para no despertar el agua donde se ceban nuestros sueños.

Para llegar aquí es necesario superar el puerto. Miles de hectáreas de brezal interminable a un paso del cielo, con neveros empotrados en las umbrías y vacas que se giran y alzan los pitones si te bajas del coche. 


En lo más alto, alguien consideró importante situar un parque infantil. Su aspecto es tan absurdo, como la idea de orientar el tobogán de espaldas a la montaña. Quizá algún protocolo de seguridad prevenga el mal de Stendhal prohibiendo deslizarse hacia el horizonte infinito.


Dejo el coche bajo la nogala de la ermita, sus nueces verdes cuelgan obscenas como de un Adán desnudo. Cruzo la sebe y la ladera se precipita vertical al cauce. Me dejo caer con el puño en alto aferrado a la caña, rompo la barrera verde de la orilla y entro en el agua.

Es una tabla larga, de agua profunda, donde los peces salen huyendo. Me siento sobre el talud con los pies en el agua y mientras paso la línea por la anillas una trucha da media vuelta. Se viene a un metro de las botas. Me clava sus ojillos dorados y me mira desafiante. No pierde detalle, la lata de grasa, el bajo de seda y el cortapega del nailon la tienen embobada. Me pregunto qué pensará. 
Esa mirada orgullosa parece decir “¿quién eres y qué quieres?”.


Cuando toco el suelo se marcha. Piso despacio, sin saber si tras la siguiente laja de pizarra me espera un pozo o una lengua de arena. Todo el río es nuevo y a la vez antiguo, viejo en culturas, en hombres que han mojado aquí sus pies, que han buscado sus truchas con las manos sujetando el pescado con los dientes. 
No soy el primero, ni seré el último, no traigo varal, crin de caballo, tenedor, garrafa, ni cucharilla de lata, vengo vestido como toca, al uso de esta extraña era sintética. Ríos viejos con truchas nuevas que no conocen pluma ni seda,... mi oportunidad.
Más arriba grandes rocas empapadas de lluvia parten el agua y separan chorros y blandos. Toca pescar sentado para borrar silueta y ganar espacio para la línea.



Este maldito frío de julio descoloca a todo el mundo. No hay mosca ni cebadas, sólo hambre, pero acertar con el engaño no es sencillo. Una segunda, tercera y cuarta pasada para que la mosca se acerque a la pared sobre el carril de alimentación. Con un día tan oscuro pueden estar en cualquier parte, así que hay que pescarlo todo, orilla, rasera, corriente y pozo, desde mis pies al final de la vista. 
Moscas delicadas en la orilla, ligeras en la rasera, flotonas en la corriente y gordas en el pozo. Es un verano excepcional de hormigas, y prima el dubbing de luto con un penacho de color que descanse la vista.




La lluvia cumple su amenaza y atraviesa el tejado de ramas. Todo cambia. Empapado y frío rezumo agua por todo el cuerpo. Pienso en abandonar, pero el agua transforma el escenario y me retiene cuando lo imposible se hace real.
Parece algo mágico, pero en este lugar, los árboles comen piedras del río. Sólo es necesario tiempo y una digestión lenta que ablande el duro corazón de roca.


Son las tres de la tarde, hace un día de abril de esos con un breve rato de mosca y pardones fríos. Veo alguna cebada y unos viajeros volando. Son pardones, a finales de julio. Al fondo del chaleco aun llevo la caja de verdes y pardos del principio de temporada, este año el mal tiempo no me ha dejado retirarla. En seda, parachute con poste de cdc y un doce de anzuelo. La idea es ir bajando talla y afinando modelo si hay rechazo. Pero no es el caso, quieren este. 
Caen las primeras. Son truchas mucho más fuertes que las de abril, rollizas y despiertas con el buche bien lleno.



La tiritona me lleva a casa, ducha caliente y a la cama temprano, pero antes de dormir, sobre el pueblo en ruinas, un arcoíris recuerda la leyenda, asegurando que donde nace la luz hay enterrado un gran caldero de monedas de oro.



Es cierto, yo vengo de allí, pero no es un caldero, es una gran poza repleta de truchas doradas.